El rostro evidente de Dios
No hace mucho, al final de la celebración de un matrimonio, un compañero expresó a los novios su sincera y sana envidia. Para ellos iba a ser muy fácil adivinar el rostro del prójimo en quien amar y reconocer a Dios (en su pareja), los religiosos y sacerdotes lo tenemos un poco más difícil –confesaba este amigo- nosotros, tratando de amar como Cristo, no privilegiamos ningún rostro para reconocer a Dios. Buscamos hacer sentir ese amor universal de Dios, libre y gratuito a cada hombre y mujer, especialmente a aquellos menos amados.
Y si bonita es la vocación sacerdotal, no lo es menos la matrimonial. Ya el concilio Vaticano II reconoció en ella una vía segura para la santidad –sin martirio- de los creyentes (GS 48). Ante esta belleza que nace del misterio humano nos sitúan las lecturas de este domingo. El relato simbólico de génesis 2 nos sitúa ante Dios creador que se dijo a sí mismo: “No está bien que el hombre esté solo; voy a hacerle alguien como él que le ayude”. Y a pesar de crear muy diferentes y hermosos animales, ninguno llenaba al hombre. Nos dice el texto bíblico en su lengua original que sentía el hombre una profunda insatisfacción (kenegdó), un vacío, “le faltaba algo” como solemos decir. Pues claro que le faltaba algo, ¡su otra mitad! Algunos biblistas leen en este pasaje que, lo que Dios tomó del hombre, no fue una sola costilla sino todo el costado. “Amasó” la otra mitad de ser humano que quedaba por hacer, completó su obra maestra. Y hasta ese momento no podemos decir que estuviese completada la creación. Con razón expresa Adán con alegría: “¡esta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne!”. Es semejante a él, es una verdadera pareja.
En el simbolismo del relato –preñado de sentido- adivinamos tres enseñanzas básicas: 1. Somos diferentes, esto se entiende desde la separación de la creación en dos momentos distintos. 2. Somos complementarios, nos necesitamos mutuamente. Somos seres precarios y necesitados de relación, de amor, de amistad… de lo contrario vagaremos errantes como adanes y evas insatisfechos. Nuestras relaciones son don de Dios, regalo suyo. 3. Poseemos igual dignidad y valor para Dios. Hechos de la “misma materia” (hueso y carne), amasados por el mismo Dios, queridos, amados y soñados igualmente por el Señor de la Vida.
Se nota que los fariseos que describe Marcos no conocían todo esto. Preguntan a Jesús para ponerlo a prueba sobre la posibilidad de divorciarse. Aunque lo que en realidad buscaban era la legitimidad para abandonar a sus mujeres cuando quisieran. Se atienen a la ley, no al amor. La respuesta de Jesús no se hizo esperar: “Por vuestra terquedad dejó escrito Moisés este precepto”. Sois tan cabezones –les vino a decir- que os casáis por amor propio, no por amor a la otra persona. No buscáis entregaros a ella sino aprovecharos de ella y cuando ya no os sirva, repudiarla. Ese no es el amor cristiano. Aunque cumpláis la ley, cometéis adulterio porque no amáis. Lo que Dios ha unido, no lo separen los tercos y caprichosos hombres.
Termino recordando una sencilla imagen que circula por Facebook últimamente: en ella se ve a dos ancianos tomados de la mano, alguien les pregunta: “¿Cómo ha durado tanto tiempo su matrimonio?” La respuesta es: “En nuestro tiempo, cuando algo se rompía, se reparaba; nunca se tiraba”. Cuidemos las relaciones. Cuidemos a las personas. Somos diferentes, pero complementarios; y siempre, siempre, ¡somos valiosos! Reparemos más, tiremos menos.
Víctor Chacón Huertas, CSsR
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